
En muchos de los estudios jurídicos en Buenos Aires, las propuestas laborales son siempre similares: trabajar sin sueldo fijo, con promesas de cobrar por comisión solo si se gana un caso. Ese sistema de “comisión” deja a los nuevos abogados a la deriva, sin certezas de cuándo llegará el próximo ingreso.
Otros directamente reciben un pago simbólico que no alcanza ni para cubrir el transporte hasta el estudio. A esto se le suma un requisito casi inamovible: inscribirse como monotributista. Esto significa que, con ingresos mínimos, deben hacerse cargo de impuestos y cargas sociales que consumen lo poco que ganan.
La situación no es exclusiva de quienes recién terminan la carrera. Abogados con años de experiencia y hasta con especializaciones también se enfrentan a honorarios muy por debajo del promedio de otros rubros. Algunos terminan ganando menos que empleados de comercios o repartidores.
En los pasillos de Tribunales, muchos coinciden: el problema no es solo económico, también es cultural. Hay abogados que, ya consolidados en el ejercicio, tratan a los principiantes como si su trabajo valiera poco y como si aprender la profesión fuera un “pago” suficiente. Ese pensamiento mantiene viva la precarización hoy más que nunca.
Mientras tanto, la matrícula crece todos los años. A la fecha de publicación de este artículo, la misma se encuentra en un valor de $175.600. Miles se suman a una competencia feroz por clientes que, en muchos casos, prefieren resolver conflictos sin abogados o buscar opciones más baratas. Los colegios profesionales reciben críticas constantes por su pasividad ante el problema y la falta de un arancel mínimo obligatorio.
En otros tiempos, ejercer como abogado independiente era sinónimo de estabilidad y crecimiento. Hoy, muchos jóvenes con título optan por dar clases en escuelas y universidades, trabajar en el sector público o dedicarse a empleos sin relación con el Derecho para poder pagar sus cuentas.
Los que intentan resistir en estudios pequeños cuentan que, además de no cobrar en tiempo y forma, deben encargarse de trámites, audiencias y escritos que insumen horas, sin que eso se traduzca en un pago justo. Para algunos, la vocación choca de frente con la realidad.
La precarización no solo afecta al bolsillo. También impacta en la formación. Sin incentivos económicos, los jóvenes dejan de capacitarse, frenan cursos y posgrados y terminan perdiendo competitividad frente a colegas con recursos para seguir estudiando. En muchos casos, la desmotivación termina empujando a los recién recibidos a cambiar de rumbo antes de cumplir cinco años en la profesión.
La tendencia podría agudizarse. Los nuevos profesionales necesitarán nuevas condiciones dignas, estabilidad y oportunidades reales para desarrollarse. De lo contrario, los estudios jurídicos podrían vaciarse de talento joven.