Lo que muchos se lo toman como algo normal, puede ser visto como una falta de
respeto.
Llegar a la casa de alguien sin avisar puede generar incomodidad y no
siempre se toma bien. El respeto por el tiempo y el espacio ajeno hoy pesa
más que antes. (iStock)
En un mundo donde cada vez hay menos tiempo para todo, que alguien llegue de sorpresa a la casa ya no tiene ese mismo “sabor” que solía tener hace años. Al contrario, puede caer mal. Muy mal.
El problema no es la visita en sí, sino el momento que la llegada sea inesperada corta por completo lo que sea que la otra persona esté haciendo: puede estar durmiendo, con mil cosas encima o, simplemente, sin ganas de ver a nadie. Una cosa es querer pasar a saludar, y otra muy distinta es aparecer sin preguntar. Eso no solo interrumpe, también invade. No se trata de mala intención, pero en la práctica se percibe así. Y muchas veces, la reacción suele no ser la mejor.
Hoy, hasta las charlas se agendan. Y no es por ser fríos o distantes. La rutina de muchos está tan ajustada que un timbre inesperado descoloca. Lo que antes parecía una muestra de cariño, ahora puede sentirse como una falta de empatía.
Hay quienes se sienten en la obligación de abrir la puerta aunque no tengan ganas. Si no hubo aviso previo, no hay opción de decir que no, sin quedar como antipático.
Además, no siempre hay buen ánimo. Puede haber problemas personales, cansancio o simplemente una necesidad de estar solos. Todo eso se invisibiliza cuando alguien irrumpe sin avisar. No es que ya no queramos visitas. El problema es no tener la chance de prepararnos para recibirlas. Porque recibir a alguien también es una forma de dar, y nadie puede dar todo el tiempo. Un simple “¿Estás?”, “¿Puedo pasar un rato?” o “¿Tenés un momento?” cambia todo. No cuesta nada decirlo y además demuestra cuidado por el otro. Es como decir “me importás, pero también valoro tu tiempo”.
Pero hay una idea que se repite mucho: “Antes no era así, uno iba y listo”. Puede ser cierto. Pero las costumbres cambian, igual que las necesidades. Lo que funcionaba en otra época, quizás hoy ya no encaja. Y no es cuestión de volverse exagerados. El respeto no significa que uno sea frio. Es aprender que cada uno vive a su manera y que el tiempo, ahora más que nunca, se volvió un recurso limitado.
Las relaciones se sostienen también en los pequeños gestos. Avisar antes de ir es uno de ellos.

En un mundo donde cada vez hay menos tiempo para todo, que alguien llegue de sorpresa a la casa ya no tiene ese mismo “sabor” que solía tener hace años. Al contrario, puede caer mal. Muy mal.
El problema no es la visita en sí, sino el momento que la llegada sea inesperada corta por completo lo que sea que la otra persona esté haciendo: puede estar durmiendo, con mil cosas encima o, simplemente, sin ganas de ver a nadie. Una cosa es querer pasar a saludar, y otra muy distinta es aparecer sin preguntar. Eso no solo interrumpe, también invade. No se trata de mala intención, pero en la práctica se percibe así. Y muchas veces, la reacción suele no ser la mejor.
Hoy, hasta las charlas se agendan. Y no es por ser fríos o distantes. La rutina de muchos está tan ajustada que un timbre inesperado descoloca. Lo que antes parecía una muestra de cariño, ahora puede sentirse como una falta de empatía.
Hay quienes se sienten en la obligación de abrir la puerta aunque no tengan ganas. Si no hubo aviso previo, no hay opción de decir que no, sin quedar como antipático.
Además, no siempre hay buen ánimo. Puede haber problemas personales, cansancio o simplemente una necesidad de estar solos. Todo eso se invisibiliza cuando alguien irrumpe sin avisar. No es que ya no queramos visitas. El problema es no tener la chance de prepararnos para recibirlas. Porque recibir a alguien también es una forma de dar, y nadie puede dar todo el tiempo. Un simple “¿Estás?”, “¿Puedo pasar un rato?” o “¿Tenés un momento?” cambia todo. No cuesta nada decirlo y además demuestra cuidado por el otro. Es como decir “me importás, pero también valoro tu tiempo”.
Pero hay una idea que se repite mucho: “Antes no era así, uno iba y listo”. Puede ser cierto. Pero las costumbres cambian, igual que las necesidades. Lo que funcionaba en otra época, quizás hoy ya no encaja. Y no es cuestión de volverse exagerados. El respeto no significa que uno sea frio. Es aprender que cada uno vive a su manera y que el tiempo, ahora más que nunca, se volvió un recurso limitado.
Las relaciones se sostienen también en los pequeños gestos. Avisar antes de ir es uno de ellos.
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